Colombia: Anatomía de un confinamiento
A la orilla del imponente río Caquetá, donde la selva se encuentra con el agua y las comunidades indígenas y campesinas viven en equilibrio con la naturaleza, un silencio inusual se instaló por más de 2 meses. Los sonidos cotidianos de la vida rural fueron reemplazados a mediados de enero por la incertidumbre y el miedo.
Dicen en las comunidades que sus ríos nunca dejan de fluir, así como la vida misma. Sin embargo, durante el confinamiento, hasta el Caquetá pareció detenerse, atrapando en sus aguas a aquellos que siempre habían vivido en movimiento.
La orden de confinamiento se conoció a través de un mensaje que poco a poco llegó a las comunidades de los resguardos más apartados, que se enteraron de las restricciones de movilidad que entrarían a cumplir a la mañana siguiente.
La población asentada en el río Caquetá, vive de la pesca artesanal.
Antes de la restricción de movilidad en enero de 2024, los campesinos y las comunidades indígenas de 29 veredas asentadas en Putumayo y 14 en Caquetá, producían y comercializaban queso, pescaban de manera artesanal, recolectaban frutos para suplir sus necesidades alimenticias, otros vendían en sus pequeñas tiendas y supermercados productos para el consumo diario, pero con la orden de confinamiento, paró la producción agrícola y ganadera, se cerraron los negocios, los niños y adolescentes no volvieron a clases y las voladoras (lanchas) desaparecieron de la ribera. La gente tuvo que encerrarse en sus propias casas y acomodarse con sus familias a los horarios permitidos.
El río se convirtió en una frontera silenciosa que acentuó el paso del tiempo y el reto de sobrevivir con el poco mercado que tenían algunos guardado, con las enfermedades que ya no serían tratadas por el médico en el pueblo y con la única certeza de procurar no estar por fuera de casa después de las 6 de la tarde.
Diana, una lideresa del resguardo indígena Huitora, recuerda cómo en el día 45 del encierro decidieron salir a caminar con los más pequeños de la casa para entretenerlos, desafiando el confinamiento y de paso el desasosiego.
Estábamos con muchas personas de la comunidad haciendo deporte en otra vereda cuando nos hostigaron. Desde ese día vivimos con temor aquí en la familia, en la comunidad. También escuchábamos que después de las 6 de la tarde o que durante el paro no se podían mover embarcaciones. Entonces nos tocó quedarnos quietos y comer lo que nos diera la naturaleza.
El CICR entregó más de 4300 mercados para las personas afectadas por confinamiento.
El miedo se convirtió en un compañero constante. En otra ocasión, las mujeres en medio del desespero reabrieron sus restaurantes caseros, pero tuvieron que volver a cerrar porque fueron señaladas por los actores armados, cuenta Dufay, una campesina de la zona.
"Si los grupos armados se pusieran a pelear entre ellos sería diferente, pero al igual siempre topan es con el campesino. Uno qué culpa tiene de que alguna persona venga y le diga: 'véndame un almuerzo o una comida'. Por obligación el que tiene las armas manda y a uno le toca". Su voz es solo una de las muchas que narran las dificultades que vivieron durante estos meses.
"Hubo momentos en que las mamitas no podían salir de la comunidad teniendo a los niños enfermos y nosotros muchas veces necesitamos también la medicina occidental. Eso también fue muy duro". Cuenta María.
El confinamiento es una realidad que, para muchos en las regiones más afectadas por los conflictos armados, significa la suspensión de la vida misma. Familias como la de Diana, Dufay y María, tuvieron que dejar a sus hijos sin escolarizar este año debido a las restricciones y el aislamiento forzoso.
'El paro empezó el 22 de enero, yo mandaba a la niña el 23 a Cartagena del Chairá. Cuando llamamos a las lanchas para sacar el cupo de ella, nos enteramos de que ya no había transporte, que había un paro hasta nueva orden. De ahí empezó todo, ella ya estaba matriculada y nos dieron de plazo un mes para poder recibir en el colegio, pero como el paro duró más de dos meses cuando llamamos para que no la recibieran dijeron que ya había pasado el primer periodo y entonces ahí se quedó mi niña sin estudio este año', cuenta Aleida.
Los indígenas Koreguaje y Makaguaje recibiendo a los equipos del CICR
Mientras en algunas ciudades el confinamiento fue una medida temporal para escapar del COVID-19, que incluyó soluciones tecnológicas, en el Caquetá, Putumayo y otras regiones, es una lucha diaria por la supervivencia. La vida se reduce a lo esencial, y cada día trae consigo nuevas consecuencias humanitarias.
Este el retrato de un confinamiento que va más allá de las paredes de una casa, que atraviesa el corazón de las comunidades y que pone a prueba no solo la resistencia física, sino también la fortaleza del espíritu humano y que impulsa a los equipos multidisciplinarios del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) a llegar hasta las zonas más afectadas por los conflictos armados para aliviar el dolor que deja la guerra.
Niñas y niños de los resguardos indígenas salieron a esperar el bote carga del CICR.
'En nuestro acompañamiento las comunidades y las personas siempre están al centro, lo primero es escuchar sus preocupaciones, pero también resaltar la fuerza de esas comunidades que a pesar de estas afectaciones siguen encontrando mecanismos para seguir adelante', Fausto Montagna, jefe de la Subdelegación CICR en Florencia.
Después de más de 60 días cuando terminó el confinamiento los niños volvieron a jugar en el río, mientras las manos callosas de los campesinos que se mezclan con el olor a tierra mojada y los rituales diarios de los indígenas Makaguaje y los Koreguaje también regresaron; intentando retomar el ritmo de la vida y demostrando que, como el agua que se junta y emerge con fuerza, las comunidades siempre encuentran la manera de resurgir.