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Honduras: Desplazadas

Muchas de las personas que migran, incluso en caravanas, huyen por distintas situaciones asociadas con la violencia. A pesar de los esfuerzos de las autoridades para establecer mecanismos de protección adecuados, muchas regresan a sus comunidades de origen, exponiéndose de nuevo a múltiples riesgos.

*Los nombres y lugares de las personas han sido cambiados por motivos de seguridad.

 Un 55% de las personas desplazadas por la violencia en Honduras son mujeres, según el Segundo Estudio de Caracterización del Desplazamiento Interno por Violencia. Muchas de ellas son primero desplazadas internas, posteriormente migrantes. En este artículo contamos sus historias.

I

El retorno de Keila

El reloj del autobús que salió de la estación migratoria de Tapachula marcaba la medianoche. En él venían 37 hondureños deportados desde distintas partes de México, entre ellos Keila. A su lado, otra joven hondureña llamada Dania venía empapada en sudor por la fiebre, acompañada de intensos dolores en su vientre. Keila alertó al chofer del autobús en un par de ocasiones sobre el estado de salud de la muchacha al lado de su asiento, ambas veces fue ignorada y el autobús siguió su camino.
Al tercer reclamo de Keila, el chofer respondió: "no puedo detenerme, debo cumplir con el horario y llegar a primeras horas de la mañana a Honduras".
No pasó mucho tiempo cuando Dania comenzó a sangrar entre sus piernas. Keila volvió a gritar auxilio mientras la jovencita de al lado se desvanecía por el sangrado. Dania, al parecer había tenido un aborto espontáneo.
El chofer siguió su camino hasta que los demás migrantes, la mayoría varones, en gesto de solidaridad y enojo por la falta de atención del conductor, comenzaron a gritar y amenazar con una revuelta dentro del autobús. El chofer se detuvo a mitad del camino de la autopista México 200, en medio de la oscuridad. Llamó al servicio de emergencias. Alrededor de una hora después llegó una ambulancia de la Cruz Roja Mexicana.
Cuando la asistencia llegó, Keila se ofreció en acompañar a Dania al centro médico más cercano; sin embargo, estaba obligada junto al resto de migrantes a permanecer dentro del autobús.
"Aún nos faltaban unas 10 horas más para llegar a Honduras, nos decía el chofer", recuerda Keyla.
Dania se fue sola en la ambulancia. Keila y el resto de migrantes siguieron su camino dentro del autobús.
Hoy Keila se pregunta qué habrá pasado con Dania. Si sobrevivió al sangrado y si pudo retornar con vida a Honduras. Keila, aunque sí regresó a su país, nunca más pudo volver a casa.

Hace más de un año, al esposo de Keila lo sacaron de su casa unos supuestos policías. Alrededor de seis encapuchados vestidos con uniforme azul forzaron la puerta. Eran casi las seis de la mañana. Keila recuerda que gritaron "Venimos por su esposo a resolver los asuntos pendientes". Luego de entrar por la fuerza, a Keila y a sus tres pequeños hijos los encerraron dentro del baño.
"No vayas hablar ni a gritar porque si no te vas a morir con él", la amenazaron.
A su esposo lo tiraron al piso y lo golpearon. A rastras lo sacaron de la vivienda y lo subieron en una camioneta negra sin placas.
Un par de horas más tarde, en medio del shock por lo acontecido, Keila reaccionó y se acercó a la posta policial del barrio, ubicado en una zona "caliente" de la ciudad de San Pedro Sula. Preguntó si tenían detenido a su esposo. Un agente policial le respondió que no habían realizado ningún operativo y que tampoco tenían a nadie en la única celda de la posta.
"Ahorita acaban de hallar a uno ahí muerto, vaya mire si es ése", le dijo el policía. Efectivamente, era el esposo de Keila.

Al esposo de Keila tuvieron que reconstruirle la cara antes de darle un velorio y entierro digno. Los supuestos policías, al parecer integrantes de un grupo armado no estatal, lo torturaron antes de quitarle la vida. Un cuñado de Keila acompañó el levantamiento forense. Su esposo estaba irreconocible. Pudieron identificarlo por una cicatriz en uno de sus brazos.
Antes del trágico evento, durante meses el esposo de Keila pagó el denominado "impuesto de guerra" que cobra el grupo que controla el barrio. Conducía un camión y hacía fletes a empresas y a personas particulares. Pagaba alrededor de 5 mil lempiras mensuales -unos 250 dólares al mes- en extorsión. Un día, el camión se dañó y el esposo se retrasó con los pagos por un par de meses.
A partir de ese momento, las amenazas por la falta de pago fueron más constantes. Él se enfermó y comenzó a deprimirse. Keila notó el cambio, su pareja se convirtió en una persona callada, casi no dormía. Ya no era aquel señor trabajador y padre de familia dedicado y alegre. Keila trató de ignorar, en la medida de lo posible, dicha situación, para evitar que las preocupaciones y angustia afectaran a sus hijos: dos pequeñas niñas y un niño.
Luego del asesinato de su esposo, Keila decidió continuar viviendo en el barrio.
"No tenía otro lugar a dónde ir. A las dos semanas del asesinato de mi esposo, las amenazas se dirigieron hacia mí. Pasados los días, al anochecer, dos individuos llegaron en un mototaxi y entraron a la casa. No supe qué buscaban en ese momento, salí corriendo con las niñas y el varoncito", recuerda Keila con angustia.
Esa noche se refugió en casa de otros familiares que vivían en un barrio vecino.
A la semana siguiente, Keila regresó a casa, pero comenzó a recibir papeles escritos con mensajes amenazantes dejados a su puerta: "En cualquier rato te toca", "si dices algo vas a morir", "no dejaremos ningún cabo suelto". Consiguieron su número celular y las amenazas pasaron de los papeles a las llamadas. En una de esas llamadas le dieron un ultimátum de 24 horas para salir de casa, de lo contrario acabarían con ella, sus hijos y el resto de la familia.
"Sin pensarlo dos veces, a la mañana siguiente abandoné el barrio".
Keila salió ese día de casa vistiendo solo una camiseta blanca, un short beige, unas sandalias de plástico y llevando un poco de ropa para las niñas y el niño. Salió del barrio sin rumbo definido, solo con el propósito de escapar del mismo destino que le tocó a su esposo.
Keila decidió migrar y dejar a sus hijos con otros familiares mientras lograba instalarse en un nuevo lugar. En el camino hacia Estados Unidos fue detenida en Tapachula, México. Estuvo retenida en una estación migratoria por 3 días y fue regresada por las autoridades migratorias sin haber podido acceder a un mecanismo de protección. Luego de su retorno a Honduras, volvió a vivir con sus pequeños y el resto de su familia al interior del país, lejos del peligro y las amenazas de las ciudades.
Aquí, en medio de una casa en el bosque, Keila duerme con sus hijos en un pequeño cuarto de madera, todos juntos sobre una cama matrimonial, como formando un rompecabezas para que todos quepan. A veces, las niñas se despiertan entre pesadillas recordando y preguntando mamá quiénes eran aquellos desconocidos que les persiguieron en su antigua casa.
"Aquí en el campo la vida no es fácil. Falta trabajo, no hay centros de salud, hay que caminar mucho para buscar qué comer y la escuela queda lejos", lamenta Keila.
"Pero al menos tenemos paz y tranquilidad".

II
La plegaria de Michelita


"Había una vez una amiga mía, pero su mamá estaba mal económicamente y presionada por la delincuencia. Entonces ella tomó la decisión de irse "mojada". Tuvieron una despedida muy triste, pero sabía que diosito la acompañaba. Su hija estaba demasiado triste que hasta sus notas de la escuela bajaron. Ella lloraba orándole a diosito para que su mamá regresara, también estaba preocupada por las historias y cuentos que le contaban, por ejemplo, que los migrantes se morían de sed, hambre, calor, frío, los picaba algún animal, etc. La parte chistosa de este cuento es que como ella (su mamá) no sabía cómo eran los de migración, la agarraron y gracias a Dios regresó sana y salva y todos estaban felices de verla con vida".
Michel, 8 años.


Michel es una delgada niña de apenas 8 años. De su pelo sueltan un par de coletas a los lados, atadas con una bandita de Minnie Mouse. Alegre y elocuente, es una de las mejores alumnas de su clase. Sus ojos marrones se iluminan de alegría cada vez que abraza y recibe a su madre en la entrada de su escuela. Un día, como parte de una tarea de clase para la semana de la "prevención de la migración irregular", iniciativa gestionada por el gobierno cada mes de agosto, la maestra les pidió a todos los alumnos que escribieran una carta.

Para Michelita, como le dicen sus compañeras, no fue fácil participar. Desde su mirada de niña había vivido la travesía y sufrido la ausencia de su madre por más de un mes. Ángela, su mamá, fue víctima de extorsión y constantes asaltos a su pequeño negocio familiar. Tenía una glorieta cerca de un populoso colegio público de educación media en San Pedro Sula. El negocio iba bien. Podía pagar para que Michelita asistiera a una escuela bilingüe privada y aprender inglés.
Un día llegó a su negocio "El Chino", un jovencito de unos 21 años y a quién Ángela conocía desde pequeño. "El Chino" se había integrado hace un tiempo a uno de los grupos armados que controlan algunos de los barrios de San Pedro Sula.
"Quiero hablar con usted", le dijo "el chino". "Mandan a decir que si usted puede vender en el negocio... ya sabe qué", finalizó entrecortado.
"¿Vender qué?", le cuestionó Ángela en un tono entre sorpresa y enfado.
"El Chino", aquel joven que de pequeño se acercó por "golosinas" a su glorieta, llegó ese día a ofrecerle un trato a la fuerza: vender droga en su negocio. Las ganancias serían para el grupo y a ella le darían una pequeña parte. Ángela se opuso.
"El Chino" se fue cuando le dije que no a la propuesta. Quedé agobiada y rompí en llanto", recuerda Ángela con tristeza.
Desde aquella negativa, su negocio fue asaltado varias veces. Encapuchados lo rondaron de manera frecuente. Las ventas bajaron y las deudas se acumularon. Angela y su familia tuvieron que vender todo, incluyendo un par de máquinas de videojuegos, una refrigeradora para gaseosas, un par de mesas de futbolito. La familia entera se mudó a otro barrio.
En la nueva casa, volvieron a sufrir los embates de la violencia. Dos individuos entraron a la vivienda y asaltaron a mano armada a su hermana Karla, de 18 años, con problemas de movilidad por una poliomielitis que sufrió de niña.
"Entraron en plena tarde", recuerda Karla. "Me encañonaron con una pistola negra y me arrebataron el celular y los audífonos con los que escuchaba música".
Luego del altercado decidieron mudarse nuevamente a otro barrio, algo más tranquilo y dentro de sus posibilidades económicas.
"Pero en la siguiente casa que pretendíamos rentar", recuerda Ángela, "la casera al enterarse de que habíamos sido víctimas de extorsión y asaltos por los grupos armados no quiso cerrar el trato".
Abrumada e impotente, Ángela decidió huir del país y emprender la ruta migratoria, buscando mejor suerte para afrontar las deudas y seguir pagando la escuela bilingüe de Michelita.

"Le pido a Dios que los coyotes no se coman a la mamá de Michelita", rezaban en su clase sus compañeritas. Durante la semana de prevención de la migración irregular, en la escuela se escuchan muchas historias de "coyotes" que se llevan a las personas hacia Estados Unidos.
"Yo también rezaba todas las noches mientras mi mamá estaba fuera", recuerda Michelita.
"Aparte de los "coyotes", tenía miedo por el intenso frío de las noches, el calor y la deshidratación del desierto, o los cocodrilos del río bravo que nos contaban en la escuela", añade.
Todas estas historias sobre los peligros al migrar son contadas por los maestros para evitar que los niños y niñas de las escuelas decidan migrar irregularmente.
La tristeza por la ausencia de su mamá le afectó en su rendimiento escolar.
"Michel siempre ha tenido notas excelentes, 90% para arriba", recalca Ángela.
"Bajé mi promedio a regular, a 70% en tres materias, incluso en mi materia favorita, "Science"- añade Michel.
"¿Por qué tu materia favorita es "Science"?", le pregunta su mamá.
"Porque me gustaría ser doctora cuando sea grande, para poder curar a las personas heridas", le responde mientras la abraza.
Su mamá fue retornada desde una estación migratoria en México hace unos meses sin haber logrado encontrar un lugar seguro en donde rehacer su vida. Hoy Michelita está feliz por tenerla de vuelta. Según la pequeña, sirvieron sus plegarias. Sus notas han mejorado y retomó su puesto en el cuadro de honor de la clase. La familia se mudó a las afueras de San Pedro Sula. Consiguieron por sus propios medios un pequeño lote y el CICR las apoyó para costear un lugar en donde vivir.
"Siempre soñamos con tener una casa propia. Ahora que la tenemos esperamos reiniciar nuestras vidas", sentencia Ángela mientras toma la mano de su hija y agradece por sus plegarias.

III
Sin cuarentena ni tregua ante la violencia en medio de la Covid-19

Judith se dedicaba a la costura en su hogar en un barrio de Tegucigalpa. Los ingresos le permitían a duras penas subsistir y, aún así, también debía pagar el "impuesto de guerra" que cobran los grupos armados . Siendo madre de dos hijos y en embarazo de un tercero, se retrasó con el pago de la extorsión y llegaron a golpearla. Su entonces pareja intervino y también resultó herido. El grupo les dio solo unos días para abandonar su hogar. Su pareja decidió mudarse solo a otro departamento del país. Judith, en su estado de gestación y junto a sus dos pequeños, quedó a la intemperie.
Judith a veces siente desesperanza. Sus hijos le preguntan regularmente por qué estas personas les persiguen y por qué su padre les abandonó. No sabe qué responderles y eso le abruma.
"A veces pensé en acabar con todo".
Judith y su familia recibieron apoyo y acompañamiento en salud mental por parte del CICR.
"El apoyo psicosocial nos ha permitido hacerle frente a la situación y a sanar las heridas abiertas", reflexiona.
Judith, hoy madre soltera, lucha por equilibrar su propia salud mental con los desafíos que enfrentan sus hijos mientras trata de reintegrarse y reiniciar sus vidas en otra zona del país, a pesar del desplazamiento en medio de la pandemia.
"Cuando veo a mis hijos en la mañana, sonrío. Hoy puedo decir que aprecio a la vida de nuevo".

Tania, es otra madre soltera a cargo de dos pequeñas niñas en situación de desplazamiento interno. Ha tenido que reubicarse en más de una ocasión por el temor constante de ser encontradas por los grupos armados. Tania fue forzada a abandonar su hogar y, posteriormente, a su esposo después de que fuera severamente golpeado. Él era transportista y tuvo que migrar producto de las amenazas y extorsión.
Tania y sus pequeñas se encuentran por el momento a salvo, con el apoyo del CICR, en un espacio lejos del riesgo. Para Tania, mantener la cocina abastecida es una prioridad en tiempos de pandemia, pero, sobre todo, es más prioritario sentirse segura aún detrás de varios portones. Cuando Tania sale a trabajar, pide ayuda de una vecina para que cuide las niñas.

Aunque no salen de casa, las pequeñas se las ingenian para jugar y echar andar su imaginación, como método para olvidarse de los portones y el encierro que les rodea, un confinamiento producto de la inseguridad y la pandemia que les amenaza constantemente.
La niña más grande, "Carolina" de 10 años, se sube a la azotea para ver a la gente y vehículos que pasan a su alrededor, pero, sobre todo, para respirar un poco de aire fresco y jugar a las escondidas con su hermanita pequeña, de un año y medio de edad.

La pandemia de la covid-19 ha representado un reto más a la situación de desplazamiento de Tania y sus niñas.
"Mi preocupación más grande hasta ahora es hacerle frente a la educación a distancia de Carolina. Debo tener siempre crédito y acceso a internet para que no pierda sus clases. Ahora el desempleo es alto y los ingresos pocos", cuenta Tania.
Por los momentos, Tania ha encontrado trabajo en un taller de fabricación de mascarillas.
"Alcanza para poder alimentar a las niñas, no podría pedir más".

Judith y Tania fueron asistidas y apoyadas por el CICR en su reubicación a través de su ruta de atención a personas desplazadas por la violencia. En medio de los desafíos que representa la pandemia de la covid-19, a nivel de generación de ingresos y de protección a las víctimas, hoy son parte de un proyecto de fabricación de mascarillas, apoyado por el CICR, lo que les permite tener acceso a un empleo y así poder subsistir y hacerle frente a su situación, aunque sea de manera temporal.
De acuerdo a cifras del último Estudio de Caracterización del Desplazamiento Interno por Violencia en Honduras, del 2004 al 2018 se registraron 247,090personas desplazadas internamente por la violencia, el 55% de los integrantes de los hogares desplazados son mujeres.
Las mujeres están más expuestas a la violencia de género y son más vulnerables en situaciones de desplazamiento.
Muchas de las personas que son retornadas a Honduras no cuentan con la posibilidad de ser reconocidos como refugiados en los países de tránsito ni con las condiciones de seguridad a su regreso. Quienes salen del país tratando de huir de la violencia, al no tener alternativas para protegerse, deciden nuevamente emprender la ruta migratoria. Primero son desplazados internos, luego migrantes.
El informe del CICR "Personas Desplazados en Ciudades" señala que "La responsabilidad primordial de brindar protección y asistencia a las personas desplazadas internamente recae en los Estados, bajo cuya jurisdicción se encuentran estas personas".
Este mismo informe habla que los desplazados internos tienen necesidades particulares, o se encuentran en una situación vulnerable debido a su desplazamiento, que a menudo, exacerba las dificultades que ya enfrentan como consecuencia de la violencia.
La respuesta humanitaria en muchos casos suele ser insuficiente, requiriendo de una mejor visión a largo plazo para satisfacer las necesidades de las comunidades afectadas bajo un enfoque diferenciado y procurar un acceso efectivo a mecanismos de protección en los países de origen y tránsito.
"El CICR en Honduras ha puesto esfuerzos en implementar una ruta de atención para las personas desplazadas internas por la violencia, incluyendo a los migrantes retornados con necesidades de protección", señala Karim Khallaayoun, jefe de Misión del CICR en Honduras.
"Sin embargo, las respuestas de las autoridades, además de generar oportunidades de empleo e inclusión social para mucha de la gente que migra por cuestiones económicas, también deberían de enfocarse en fortalecer la promoción de un marco legal para la protección y asistencia de las personas desplazadas por violencia", agrega Khallaayoun.
Actualmente existe un proyecto de ley para la protección de personas desplazadas por violencia, en el que el CICR ha brindado asesoramiento y recomendaciones.
"La violencia sigue siendo la otra pandemia urgente y que afecta a más de 247 mil personas desplazadas internamente. Brindarles asistencia y protección más allá de estos desafíos de país es una necesidad urgente y el actual contexto es propicio para aprobar una ley que les brinde soluciones más efectivas", finalizó Khallaayoun.